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Millones de personas viendo a alguien dormir: qué dice de nosotros la nueva obsesión de Internet

ver gente dormir
En un mundo cada vez más incierto y estresante, ver a otros hacer tareas inanes y repetitivas puede aportar cierta paz. Esa sería la primera explicación para el auge de vídeos de gente que no hace nada aparentemente importante, pero es solo el principio

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Gogglebox es un programa de televisión que se emite con éxito desde 2013 en el británico Channel 4. En cada episodio muestra a familias, parejas o grupos de amigos instalados su sofá mientras ven su propia televisión y comentan lo que aparece en ella. El programa se importó con el título de ¡Aquí mando yo!y aunque Antena 3 lo retiró enseguida por falta de audiencia, para muchos supuso la primera aproximación al fenómeno de las video reacciones (o reaction videos), un formato que hoy es enormemente popular en YouTube o TikTok.

Como hacen millones de adolescentes en Twitch, quienes prestan su atención a Gogglebox no ven algo de manera directa, sino que observan los gestos y escuchan las críticas de otros espectadores a ese contenido. Ese juego de espejos es uno de los mecanismos que más usan los creadores de contenido contemporáneos. De hecho, es lo que hacen todos esos streamers que, sin estar compitiendo o elaborando una reseña o guía, se graban a sí mismos jugando a videojuegos con mecánicas rutinarias o repetitivas, casi aburridas. Por ejemplo, hace poco, el youtuber IlloJuan subió una partida a Euro Truck Simulator de más de seis horas que ya ha logrado cientos de miles de visualizaciones.

Euro Truck Simulator es un juego barato que funciona en cualquier ordenador y que simula con todo tipo de detalles la conducción de camiones por rutas realistas (hay que cumplir horarios y respetar los límites de velocidad). ¿Qué interés tiene ver cómo alguien maneja tranquilamente un camión virtual durante varias horas en lugar de jugar nosotros mismos? ¿Por qué miramos videos de limpieza de espacios domésticos en vez de coger una bayeta y asomarnos a los rincones de nuestra propia cocina? ¿Qué es mejor: mirar la retransmisión de un partido de fútbol o las variaciones en el rostro desencajado de un streamer?

Un tiburón con zapatillas Nike

Te siguen, la última novela de Belén Gopegui, está protagonizada por un par de investigadores que trabajan para empresas tecnológicas y que persiguen a otros dos individuos cuya capacidad de atención no termina de naufragar en las profundidades de Internet. Ese hombre y esa mujer aparentemente corrientes tienen algo excepcional y es que, a pesar de todas las distracciones, las plataformas tecnológicas han detectado que todavía son capaces de observar con paciencia el mundo a su alrededor. Por eso los llaman “los recalcitrantes” o “los irredentos” y encontrar la manera de captar su interés (y el de los pocos que quedan como ellos) podría llegar a ser muy rentable.

Aunque los mecanismos que usan las empresas tecnológicas son muy sofisticados, siempre hay quien se queda fuera. Además, cuando nos exponemos a relatos cada vez más elaborados, a narraciones llenas de giros inesperados o a sucesivas “obras maestras” audiovisuales puede que terminemos exhaustos por el exceso de oferta. Quizá por eso, a veces son los contenidos explícitamente absurdos (como los memes de Tralalero Tralalá, un tiburón con zapatillas Nike) o los formatos más previsibles los que terminan enganchando a los irredentos. Aquellos que no reciben un chute de dopamina en forma de notificación en rojo de su aplicación favorita pueden recibirlo viendo algo aparentemente aburrido.

El ensayista Jorge Dioni desarrolla esta tesis en Pornocracia, un ensayo publicado en ARPA Editorial. Dioni sostiene que toda la industria de los contenidos ha replicado el modelo de negocio de la pornografía, que además de excitación sexual ofrece formatos reconocibles y desenlaces conocidos. Quien consume pornografía sabe lo que va a pasar y eso, mientras crece la inestabilidad en todos los ámbitos, también es un alivio: “Cualquier plataforma tiene contenido para ver pornografía durante décadas sin parar y se refresca constantemente con vídeos muy parecidos. Todos tienen la misma estructura narrativa masculina y el mismo ritmo. Están llenos de automatismos. Son un formato. La repetición del ocio es tranquilizadora frente a la incertidumbre de otros espacios vitales, como el trabajo”, expone en su libro.

“Podríamos hablar de la saturación del relato”, confirma el autor a ICON. “Como todo usa ya los mecanismos de la narración (la publicidad, la política…) estamos viendo relatos y narraciones continuamente, y todo se nos presenta bajo esta forma, lo que da lugar a una cierta saturación y a un deseo de buscar acciones repetitivas que simulen conectarnos con la realidad. Es como la gente que mira las obras”, continúa. Entonces, ¿ese el motivo por el que nos fascinan contenidos tan inesperadamente virales como los de limpieza de alfombras o los de esos streamers que se graban a sí mismos estudiando durante horas? En esos casos también aparece cierto deseo de orden, tal y como continúa explicando Dioni: “Lo previsible en contenidos realistas conecta con el deseo de orden y con el deseo de sentido del tiempo. Begoña López Urzaiz y Noelia Ramírez dedicaron un podcast (Amiga date cuenta) a las pijas que nos ordenan la vida: esa idea de tener una rutina que organice la vida, como en las órdenes monásticas, que dan un sentido a los días, sin tener que gastar energía preguntándonos qué tenemos que hacer. Es la idea de recuperar el control que está en los discursos políticos como mínimo desde la crisis de 2011″.

En ocasiones, la pretensión de que las cosas estén un poco más ordenadas “ahí afuera” es la otra cara de la necesidad de desconectar de uno mismo y de una intimidad que durante siglos resultó casi impermeable y que ahora se ha inundado de notificaciones y deberes. Muchos de los contenidos más aparentemente simples o en los que toda responsabilidad queda en manos de un mediador pueden consumirse como simples pasatiempos, y es que es fácil perder la noción del tiempo cuando lo que se mira carece de estructura narrativa. Sin embargo, el proceso a veces va más allá: estos contenidos también pueden servir para iniciar estados disociativos.

Por ejemplo, a través de ver (que no jugar) un videojuego. En su libro Traumacore, Núria Gómez Gabriel describe una temporada durante la que “no podía dejar de ver videos en Youtube de peña jugando a la demo de Silent Hills P.T.”, un videojuego “en el que la fuente del terror consiste en andar y/o hacer zoom por un pasillo en forma de L a través del cual solo se puede acceder a un baño y a unas escaleras que conectan de nuevo con el inicio del circuito”. Si la disociación se ha definido como “sentir las acciones propias desde una lejanía, como alejarse del cuerpo y volver” y puede convertirse en un trastorno con graves consecuencias para la salud mental, hay contenidos que la inducen o, al menos, ayudan a sostenerla.

En algunos contextos (Gómez Gabriel habla de “feminismo disociado” y del desplazamiento, voluntario o involuntario “de las emociones fuera del cuerpo”), la disociación se convierte, de nuevo según la autora, en un estado más allá de la desesperación, en “una respuesta desquiciada que no se organiza en la calle y que sirve como escudo contra la moral hipócrita de ciertas redes sociales y comunidades online”. El consumo y la producción compulsivos de contenidos indescifrables, vacíos o grotescos es uno de sus síntomas, casi un grito ahogado frente al orden, el ritmo y la estética de los productos que suelen triunfar en las redes.

Realismo doméstico y productividad

En su ensayo Después del trabajo, los filósofos Helen Hester y Nick Srnicek llaman “realismo doméstico” a todo el imaginario alrededor de la vida familiar que regula cómo vivimos en los espacios íntimos. El “realismo doméstico” es una idea, un imperativo social que se va construyendo a base de electrodomésticos, tradiciones familiares (muy relacionadas con la división sexual del trabajo) y representaciones, como el cine americano de los años cincuenta o, precisamente y en la actualidad, todos esos videos de youtubers que limpian y ordenan. En el mismo texto, los filósofos alertan de que, a pesar del desarrollo tecnológico de las últimas décadas, las horas semanales dedicadas a las tareas domésticas en Europa no solo no han disminuido, sino que aumentan de año en año, y atribuyen esta paradoja a la elevación de los estándares de orden y limpieza.

Así que, cuando una joven (de nuevo la división sexual de los cuidados) te propone que mires cómo limpia o Marie Kondo te convence para que seas un poco más ordenado, de alguna manera te están preparando para que lleves una vida tan normativa como las suyas. El escritor y filósofo Javier Moreno, autor de El hombre transparente, apunta que, en estos casos, también “resulta evidente el atractivo de que alguien (y más si sentimos por él o ella cierta admiración) nos desvele su intimidad, que nos deje entrar en su casa para asomarnos al modo en el que prepara maletas, hace un unpacking o mastica (ASMR mediante) arroz crudo durante varias horas. El espectador siempre busca impregnarse del carisma o aura del streamer”.

Moreno, que es optimista respecto al fenómeno, cree que “no hay que descartar que subyazga en algunos casos una idea de ready made, es decir, la pretensión de subvertir una situación cotidiana para tratar de encontrar en ella algo extraordinario”. Así, entre tanta limpieza y video reacción podríamos terminar encontrando planteamientos voluntaria o involuntariamente artísticos y transgresores, como el sleep streaming. En estos videos alguien retransmite cómo intenta dormir o finge hacerlo mientras sus seguidores le despiertan continuamente con comentarios y ruidos en el chat. El resultado es desconcertante: parece una metáfora del mundo del trabajo.

Por último, el éxito de los contenidos inanes, las reacciones y las retransmisiones de actos cotidianos podría explicarse a través de algo mucho más prosaico, pero que también tiene que ver con la productividad: incluso mientras nos entretenemos queremos aprovechar el tiempo al máximo y la atención dividida produce la ilusión de que no se está perdiendo ni un segundo. Siempre que no se esté disociando, estos productos permiten hacer otras cosas a la vez o simulan (es el caso de las reacciones, con varias pantallas dentro de la pantalla principal) que se mueven en varios planos simultáneos. En un contexto de atención decreciente (se discute mucho sobre si somos capaces de concentrarnos durante más segundos que un pez) y de optimización de cualquier tarea (la aceleración social consiste en que cada vez más acciones se realizan o caben en periodos de tiempo decrecientes), la posibilidad de hacer varias cosas a la vez, resulta irresistible: ya hay quien trabaja viendo en otro monitor cómo otros trabajan o quien juega a videojuegos a la vez que visualiza partidas ajenas.

Así que, aunque a veces parece (sobre todo, viendo a Tralalero Tralalá y a Bombardino Cocodrilo) que la estructura de las redes es tan adictiva que cualquier cosa que se integre en sus lógicas distributivas puede funcionar, empujando toda esa producción y circulación de contenidos insólitos o absurdos, suele haber algo más. Y muchas veces ese combustible es una mezcla de emociones tan antiguas como la soledad, la desesperación o la necesidad de pertenecer a una comunidad.

Enrique Rey, El País

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