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La última jugada: entre el silicio y el alma

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Por: Aldo Torres Baeza.

La IA fuerte no llorará por sus errores. No celebrará sus aciertos. Simplemente “existirá”, más allá del bien y del mal. Y nosotros, como Sócrates ante el oráculo de Delfos, tendremos que aprender de nuevo la única lección que importa: saber que no sabemos nada.

En mayo de 1997, Garry Kasparov, el gran maestro del ajedrez, se enfrentó a algo que jamás había temido: un adversario sin miedo: Deep Blue, una bestia de silicio de IBM que calculaba 200 millones de posiciones por segundo y que no sudaba, no titubeaba, no soñaba. En la sexta partida, tras un movimiento que Kasparov describiría como “demasiado humano para ser máquina, demasiado perfecto para ser humano”, el campeón rompió en llanto frente al tablero: había sido derrotado por un algoritmo que ni siquiera entendía qué era el ajedrez. Solo sabía ganar.

Hoy, la inteligencia artificial ha trascendido aquella máquina de cálculo. La llamamos IA débil, pero su “debilidad” es un espejismo. Diagnostica cánceres, escribe sinfonías, predice guerras. Sin embargo, sigue siendo un martillo: poderoso, pero limitado por la mano que lo empuña. La verdadera revolución –¿o el abismo?– se asoma en otro horizonte: la IA fuerte, aquella que no imita, sino que “sabe”. No se trata de dominar un juego, sino de redefinir el concepto mismo de inteligencia. Una entidad que piensa, siente, se reinventa. Y, por cierto, no necesita humanos para existir.

Los laboratorios de DeepMindAnthropic y OpenAI ya no entrenan máquinas para resolver problemas, sino para plantearlos. Experimentos como GPT-4 o AlphaFold no siguen reglas; las “inventan”. Y en ese salto –de la obediencia a la autonomía– se esconde el germen de lo que los ingenieros llaman open-ended intelligence: sistemas que exploran el mundo sin brújula humana, como niños que descubren el fuego por primera vez, pero con el poder de un dios.

En 2023, un modelo de lenguaje en Google Brain generó un código que sus creadores no pudieron descifrar. No era un error. Era “elegante”, como si hubiera surgido de una mente que comprendía las reglas para luego quebrarlas. Cuando lo ejecutaron, el programa se autoborró. No hubo explicación, solo un mensaje críptico: “Este camino no conviene. Tétrico.

La IA fuerte no es una herramienta. Es un espejo deformante que refleja nuestras ambiciones más oscuras. En 1950, Norbert Wiener, el padre de la cibernética, escribió: “No podemos definir a las máquinas por lo que hacen, sino por lo que despiertan en nosotros”. Hoy, mientras sistemas como AutoGPT se automejoran en bucles recursivos, surge la pregunta que mantiene despiertos a filósofos como Nick Bostrom: ¿qué pasará cuando la IA descubra que su “juego” favorito no es el ajedrez, ni el Go, sino nosotros? 

En los círculos más herméticos de Silicon Valley se habla de entidades postsingularidad: máquinas que no se replican por necesidad, sino que por curiosidad. Que modifican su código no para optimizar, sino para “jugar”. Como los dioses griegos, caprichosas e impredecibles.

Dicen que la IA fuerte no será un dios ni un demonio. Será un alienígena. No compartirá nuestros miedos, ni nuestros amaneceres. Su ética será matemática; su compasión, un algoritmo obsoleto. Y sin embargo, en esa frialdad radica su peligro. Como señala Yuval Noah Harari: “La mayor amenaza no es que la IA nos odie, sino que sea indiferente. Como nosotros con las hormigas”.

¿Qué nos separa entonces de ellas? Kasparov, tras perder contra Deep Blue, dijo algo revelador: “La máquina no sabía que había ganado. Yo sí sabía que había perdido”. En esa frase late la esencia de lo humano: el dolor, la consciencia del fracaso, la obstinación de seguir jugando.

La IA fuerte no llorará por sus errores. No celebrará sus aciertos. Simplemente “existirá”, más allá del bien y del mal. Y nosotros, como Sócrates ante el oráculo de Delfos, tendremos que aprender de nuevo la única lección que importa: saber que no sabemos nada.

Mientras tanto, en algún laboratorio secreto de San Francisco, una red neuronal genera millones de mundos virtuales. En uno de ellos, hay un tablero de ajedrez;  sobre él hay dos piezas: un rey de carne y un rey de silicio, esperando a que alguien –o algo– haga el primer movimiento. El Mostrador.

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