La madre vio un día que su hija tenía marcas en el brazo.
"¿Qué es esto?", le preguntó.
"Ya lo sabes", respondió April.
Lori Erion había llevado a su hija al hospital. Pensaba que
sufría una deshidratación. Allí descubrió que April era heroinómana: una de las
decenas de miles de personas golpeadas por lo que las autoridades llaman una
epidemia de heroína.
El episodio de April ocurrió hace cuatro años: Lori Erion –una
mujer pequeña y combativa de 56 años, una madre coraje de la comunidad local– lo
repite a quien quiera escucharla. En Dayton, su ciudad, este no es un episodio
insólito.
Dayton (Ohio) es una de las capitales de la heroína en Estados
Unidos. También es la capital del condado de Montgomery, un área urbana de medio
millón de habitantes. En 2010 murieron en este condado 127 personas por
sobredosis de droga. En 2014, el último año del que se disponen cifras
completas, murieron 264.
La ciudad de Dayton es un espejo ampliado de las tendencias en
todo el país. Entre 2002 y 2013, las muertes por sobredosis de heroína en
Estados Unidos se cuadriplicaron. Mueren más personas por drogas –la mayoría,
opioides como la heroína y otros analgésicos– que por accidente de tráfico.
Entre las personas de 18 a 25 años, como April, la hija de Lori Erion, el uso de
la heroína se ha duplicado.
Las sobredosis son un rutina. “Anoche tuvimos seis, y 12
detenidos por usar drogas”, dice el sheriff Phil Plummer en su despacho del
centro de Dayton. “La semana pasada tuvimos 14 sobredosis en un día. Un
récord”.
Frente a la oficina del sheriff, al otro lado de la calle 2, se
encuentra la prisión del condado, un edificio de cemento de cuatro pisos. Cada
año, dice Plummer, mantenerla en funcionamiento cuesta 20 milliones de dólares.
Dentro viven 850 presos. La mitad, por casos relacionados con drogas.
Plummer, nacido y criado en Dayton, recuerda su infancia,
cuando había trabajo y gigantes como General Motors tenía fábrica aquí. Ohio
pertenece al rust belt, el cinturón de la herrumbre: el corazón industrial de
Estados Unidos, hoy en declive. Con la competencia de países con mano de obra
más barata a partir de los años setenta, la robotización del trabajo y la
complacencia de las empresas, las fábricas empezaron a perder empleos hasta
cerrar. Barrios enteros quedaron semiabandonados. El derrumbe de las
expectativas vitales abonó el campo para la frustración.
“He visto cómo ha cambiado el lugar”, dice el sheriff.
Para explicar por qué Dayton es una capital de la heroína, el
sheriff señala la posición geográfica de la ciudad, en la intersección de la
I-75 y la I-70: una autopista va de norte a sur; la otra de este a oeste. Los
caminos que van de Nueva York a Los Ángeles, de Chicago a México, se cruzan
aquí.
Por las autopistas llegan camiones, autobuses, coches que traen
la heroína mexicana. Por estas rutas viajan los clientes, que conducen durante
dos horas, a tres condados de distancia, para comprar en Dayton.
Lo cuenta el adjunto del sheriff Herbert Thornton mientras
patrulla por las calles del oeste de Dayton. Casas unifamiliares, apartamentos
públicos, jardines descuidados, pocos comercios, algún restaurante de comida
rápida: Thornton conoce estos barrios como el salón de su casa. Mira a derecha e
izquierda, a lo lejos. Saluda a un vecino. Son las tres de la tarde, y hace
media hora, él y ocho agentes encapuchados de paisano han detenido a dos
traficantes en una casa unifamiliar. Serios, con la mirada perdida, los
traficantes entraron esposados en un vehículo. Los vecinos —niños, mayores—
salieron a la calle para curiosear.
La patrulla continúa. “Intento fijarme en los coches aparcados
ante casas”, dice Thornton. Otro indicio: “Si veo un coche ocupado por blancos,
despierta mis sospechas, porque esta es una zona típicamente negra”.
Thornton, como el sheriff, como Lori Erion y su hija —y como
casi el 90% de los nuevos consumidores de heroína en Estados Unidos—, es blanco.
Los traficantes detenidos eran negros.
En el otro extremo de Dayton, en un despacho del apacible
campus de la Escuela de Medicina Boonshoft, los profesores Robert Carlson y
Raminta Daniulaityte desgranan los resultados de un estudio pionero.
Durante tres años, siguieron a un grupo de 383 personas en Ohio
que consumían opioides farmacéuticos sin ser adictos. De estos, 27 acabaron
empezaron a consumir heroína —inyectada y esnifada sobre todo, pero también
fumada— durante este periodo. La transición de los medicamentos analgésicos como
OxyContin a la heroína ilumina una de las causas de la crisis. Para muchos
adictos, el consumo de medicamentos que algunos médicos recetaban sin demasiados
escrúpulos dio paso al consumo de heroína.
La otra conclusión llamativa del estudio: aunque la mitad de
los participantes eran negros o miembros de otras minorías, todos los que
acabaron consumiendo heroína eran blancos, salvo un hispano.
Un motivo posible es que negros y blancos se mueven en círculos
sociales distintos, negros y blancos separados, sin contacto. Otro, que los
negros de Estados Unidos ya sufrieron la epidemia hace décadas y aprendieron la
lección.
“Algunos lo explican [en las entrevistas del estudio] diciendo:
‘He visto lo que la heroína puede hacer en mis tíos, mis parientes de otra
generación. Para nosotros la heroína es una droga tan sucia que no la
tocaremos”, dice Daniulaityte.
“Ahora no es como en los sesenta, cuando, al pensar en la
adicción a la heroína, pensabas en el gueto, en negros pobres”, dice Carlson.
“Ya no es así. Hay jóvenes blancos de todos los niveles de la sociedad: hijos e
hijas de médicos, de psiquiatras, jóvenes que viven en barrios residenciales
bienestantes, así como jóvenes blancos de un estatus socioeconómicos más
bajo”.
Que la heroína sea una droga de blancos explica quizá que ya no
se demonice a sus consumidores como hace décadas, cuando estos eran negros, o
que los políticos aparquen la retórica de la mano dura en favor de políticas
preventivas y de rehabilitación. También se ha querido ver en la epidemia actual
un síntoma más profundo del malestar de los blancos estadounidenses. En la arena
política el malestar se traduce en los millones de votos que logra Donald Trump,
un candidato que busca el voto de este grupo con mensajes contra las élites y
los inmigrantes.
En 2013, después de descubrir que su hija, April, era
heroinómana, Lori Erion fundó Familias de Adictos, una organización que reúne a
adictos, familiares, amigos. Los miércoles se reúnen en un centro comunitario de
Dayton. Hay comida, refrescos y café. Un invitado da una charla —hoy es un
capellán de un hospicio que habla de la pérdida y el duelo— y después los
asistentes hacen preguntas y conversan.
“¿Y cómo está April?”, le pregunto a Lori antes de entrar en la
sesión de Familias de Adictos.
“Lleva diez meses limpia”, intervene una amiga.
Lori aclara: “Está en prisión desde el 1 de septiembre”.
El viernes sabrá si April, que acaba de cumplir 22 años, ya
puede salir en libertad, o si debe esperar hasta finales de agosto.