El sábado no pude asistir a la movilización a favor del
proyecto de ley de unión civil no matrimonial presentado por el congresista
Carlos Bruce. Pero vengo respaldando la iniciativa desde que se presentó, al
igual que esta exitosa movilización, que ha sido una feliz y pacífica afirmación
por la igualdad de los derechos individuales.
Sobre el debate, diré que así como quienes pensamos que es la libertad y el
respeto al individuo el elemento clave sobre el que se construye toda
convivencia (y el derecho de toda persona a no ser discriminada por su
sexualidad es un derecho humano, así como a lograr su felicidad a partir de la
misma), esta situación nos vuelve a jaquear en torno a otros dos temas
cruciales: la tolerancia y el rol del Estado para fijar políticas públicas al
margen de la religión, por más importante o mayoritaria que esta sea.
Monseñor Cipriani, al igual que cualquier líder de
cualquier iglesia, así como quienes opinan desde su propia fe, deben ser
escuchados y respetados sin denuestos ni insultos. El mismo derecho que nos
asiste a quienes estamos a favor del proyecto, e incluso de otro tipo de
demandas, como, por ejemplo, el matrimonio gay o el aborto en caso de violación.
Sin tolerancia, sin la capacidad de ponernos en el lugar y perspectiva "del
otro" (por ejemplo, hace algún tiempo, estimé una total falta de respeto y una
provocación que un grupo de parejas homosexuales hiciera alarde de su cariño
frente a la Catedral de Lima), todo termina en una guerra de sordos y
ciegos.
De otro lado, Estado y autoridades deben decidir temas de derechos de las
personas por y con criterios estrictamente laicos. La fe y su práctica es un
asunto íntimo. No es el caso de los derechos ciudadanos.