Evocar los “cien días” es históricamente evocar los cien días de Napoleón
Bonaparte. No los primeros de su Consulado o del Imperio, sino los postreros.
Aquellos que siendo los más mágicos de todo su gobierno son también los más
trágicos.
Aquí es al revés. A nadie se le ocurre que los “cien días” sean los últimos
de un gobierno, sino los primeros. Y como tal existe la certeza de que es un
deber analizarlos como referente de lo que será o dejará de ser un gobierno.
Esto no tiene ningún sentido más que el de la tradición moderna. Y como todo lo
que no tiene mayor sentido no deja de ser un hito hueco.
Lo cierto es que quien espera algo de los primeros cien días de un gobierno
espera una revolución. Solo en estas pasa “algo” en ese lapso, por lo general
despojos, venganzas y muerte. Por lo que quien crea en las libertades públicas,
la democracia y el gobierno de las leyes hace mal o espera en vano grandes
transformaciones de un gobierno elegido bajo esos términos.
Está claro que el gobierno del presidente Ollanta Humala no es una
revolución. Y en buena hora que así sea. Quienes sí parecen estar viviendo una
es un sector recalcitrante de la prensa. No es que este quiera grandes
transformaciones. Por el contrario, no quiere ninguna. En ese sentido no sería
una revolución, sino una contrarrevolución. Lo curioso es que no hay ninguna
revolución con la que estar en contra. Eso hace ridículo el papel político de
ese sector de la prensa. Ver a Velasco por los rincones, a Fidel Castro tras los
arbustos y a Hugo Chávez bajo la alfombra es la visión de un ciego o de un
tarado. Lamentablemente la ceguera o la taradez son incurables. Sobrevivirán más
de cien días.
En cuanto a Humala, nadie espera que sus últimos cien días sean como los de
Napoléon. Pero si solo tuvieran esa magia, ya sería bastante.