Los matices en ambos eventos
caraqueños han sido drásticos, tajantes, tanto que permiten definir el público
que apoya a Rosales -como representación única y máxima de la oposición- como a
los que apoyan a Chávez en su pretendida reelección presidencial. Dado que en
este proceso las grandes perdedoras han sido todas las empresas dedicadas a la
realización de encuestas, serias o inventadas, lo acontecido este fin de semana
permite avizorar lo que puede suceder dentro de pocos
días.
El mitin de Rosales se convirtió en
una marcha, una como aquellas en las que Caracas –principalmente- manifestó
durante el paro nacional en contra de Chávez y su gobierno. De todas partes de
la ciudad, a pie, en Metro, o en autobuses, la gente se concentró en diversos
puntos de la capital, desde los cuales salieron caminando hacia el lugar donde
el candidato hablaría. Blancos, negros, mestizos, de toda condición social,
jóvenes, viejos y hasta niños se movilizaron en masa, unidos de forma tal que
nadie se imaginaba hace algunos meses.
En vano fue el juego sucio del
gobierno con sus acciones destinadas a boicotear la convocatoria. Curiosamente,
las entradas a Caracas fueron parcialmente bloqueadas por “reparaciones” o por
alcabalas de la Guardia Nacional. Sin embargo -pese a todo- la marcha-mitin fue
apoteósica, con una autopista Francisco Fajardo que se
tornó multicolor con la presencia de cientos de miles de personas. El contenido
del discurso de Rosales no fue novedoso; de hecho, el propio Chávez contribuyó
con él, pues el candidato opositor ofreció hacer todo lo que el ex golpista no
ha hecho en ocho años de (des)gobierno y componer los grandes, revolucionarios y
nuevos males generados con sus disparatadas políticas
gubernamentales.
El domingo, el mitin de Chávez fue
otra cosa. Esta vez los obstáculos en las entradas a Caracas no existieron; por
el contrario, hasta hubo peaje libre para darle mayor fluidez al tránsito. Y no
podía ser de otra manera, pues –inclusive fuera de campaña- las concentraciones
del presidente venezolano son “móviles”, “prefabricadas”, “desarmables”, con
gente traída en autobuses desde cualquier parte del país a cambio de una bolsa
de comida, algo de licor y “viáticos” para su paseo.
Se ordenó a todos (a los traídos de
fuera y a los miles de empleados públicos amenazados) “desparramarse” por el
centro de la capital, vestidos con las franelas y gorras color rojo antes
entregadas por el propio gobierno, no sólo para identificar su “apoyo” a la
revolución, sino porque su efecto visual da la sensación de que las calles están
colmadas de gente, así se encuentren dispersas. El discurso de Chávez fue vació,
reiterativo, ridículo, con su acostumbrado tono bravucón y con algunos malos
intentos de dárselas de estadista.
Los mensajes transmitidos por él
tampoco fueron una novedad. Dirigiéndose a los asistentes en términos militares
(“comandantes”, “batalla”, “combate”, “pelotones”, etc.), haciendo evidente que
considera a sus seguidores unos simples reclutas sin derecho a pensar, Chávez
intentó una vez más vender su fracasada “revolución” con palabras que sólo
emocionaron a aquellos que habían consumido su cuota etílica o sus “viáticos” en
ella. Tan perdida es su causa que quiso vender –para variar- que el “enemigo a
vencer” el día de las elecciones es el imperialismo, los lacayos del imperio y
los Estados Unidos. Más de lo mismo, con la “promesa” de hacerlo durar hasta la
eternidad.
No obstante lo folklórico que puedan
considerarse ambas manifestaciones en la capital, lo importante, lo serio, lo
incuestionable es que se inició una tensa cuenta regresiva hasta el día en el
que los venezolanos elegirán, más que a un presidente, el modelo de sociedad que
quieren en su futuro.
Si algo hay que reconocerle a Chávez
es que ha sido claro en su discurso, pero sobretodo en sus acciones: quiere
llevar al país a un modelo “socialista del siglo XXI”, en el que no se tolerarán
disidentes, voces críticas y mucho menos opciones distintas, pues serán
considerados “contrarrevolucionarios”. Al partido único que propone le seguirán
pensamientos únicos, universidades únicas, propiedades únicas, y todo cuanto se
pueda unificar. Y al que no le guste… se le caerá a carajazos, tal como lo
anunció su ministro-presidente de PDVSA.
Frente a esta coyuntura, para
algunos Rosales ofrece poco o nada, lo cual revela la poca importancia que
todavía le dan esos venezolanos al tema del futuro del país. Entre ellos,
destacan miles de jóvenes que ejercerán por primera vez su derecho al voto,
sobre quienes ya recae la tremenda responsabilidad del futuro desarrollo de la
sociedad en la que viven. Por otro lado, se encuentran los miles de empleados
públicos que, amenazados, no se atreven a votar o mostrar su preferencia por la
oposición por miedo a perder su trabajo. Una empleada estatal, en un programa de
televisión, alentó a sus compañeros con una frase magistral: “presidente botado,
no bota gente”. En esta semana decisiva, la toma de conciencia será el factor
que termine de inclinar la balanza hacia algún lado o que termine de
desbaratarla.
En ocho años de gobierno, la
“revolución bolivariana” ha tirado a la basura la oportunidad de convertir a
Venezuela en una potencia continental y hasta mundial. No sólo ha generado odios
y divisiones a nivel interno, sino que ha mandado a la porra las relaciones con
países hermanos, con instituciones multilaterales, se ha entrometido en asuntos
que no le incumben, pero ha estrechado lazos con gobiernos o gobernantes que
desgracian a su gente, como es el caso de su mentor e ídolo -ahora cadáver
político- Fidel Castro.
La cuenta regresiva está corriendo.
Dios quiera que ésta no se trunque por alguna suspensión de elecciones por
“acciones golpistas”. Dios quiera que no se presenten atentados contra cosas o
personas que “ameriten” la suspensión de garantías, o alguna situación extraña
que siga intentando amedrentar a la gente para no ir a votar. Dios quiera que
los militares venezolanos estén a la altura de los principios y valores que sus
instituciones les inculcaron. Dios quiera que sea la cuenta regresiva hacia el
nuevo amanecer que Venezuela y su gente se merecen… y no el terrible conteo que
finaliza con el estallido de una bomba que destruye una
sociedad.