La desigualdad, la corrupción y el lastre de unas élites
sectarias enquistadas en el poder han desatado una ola de protestas que dura ya
cinco meses y que protagonizan los que no tienen nada que perder.
La lluvia de piedras e insultos contra los antidisturbios
parece no terminar. “Corruptos, ladrones, nos habéis robado nuestro futuro”,
grita un joven enmascarado entre el centenar de manifestantes que desde hace
horas descarga su ira en el empobrecido barrio de Tariq al Yadid, en los
arrabales de Beirut, la capital libanesa. Los médicos voluntarios evacuan a los
heridos mientras sobre sus cabezas el viento agita amarillentos pósteres de Saad
Hariri, dimitido primer ministro y zaim (líder político-confesional, en árabe)
de este puñado de calles de población suní.
Esta misma estampa se repite a lo largo y ancho del país desde
el pasado 17 de octubre, fecha en la que una nueva tasa sobre las llamadas de
WhatsApp se convirtió en el detonante de una protesta social que ha sacado desde
entonces a cientos de miles de libaneses a la calle para exigir la dimisión en
bloque de los zaim de todos los partidos y confesiones.
Los manifestantes arremeten contra una élite que se agarra al
poder desde hace tres décadas y a la que acusan de haber saqueado las arcas del
Estado. Líbano acumula una de las deudas públicas más altas del mundo (unos
76.000 millones de euros, el 150% del PIB). Entrando en el quinto mes de
protestas, los expertos denuncian la flagrante desidia de la élite dirigente
ante el posible colapso económico del país, aquejado también de una corrupción
que lo sitúa en el puesto 137 de 180 (cuanto más cerca del 180, más corrupto) en
el índice elaborado por la organización Transparencia Internacional.
El nombre del joven enmascarado que grita contra los corruptos
es Abdalá Jarah. A sus 20 años encarna a esa generación posterior a la guerra
civil (1975-1990) que ahora lidera las protestas —en las que también es
importante la voz de las mujeres— y rechaza un sistema heredado que reparte el
poder político y económico en función de cuotas confesionales (hay 18
oficiales). La fractura generacional es patente y arrecian las críticas contra
los septuagenarios líderes de los partidos.
Hace seis meses que Jarah tuvo que dejar los estudios
universitarios de Informática porque no puede pagar las tasas universitarias.
“Me gustaba mucho y soy bueno”, lamenta. En un país donde la educación y la
sanidad son servicios casi exclusivamente en manos del sector privado, cada día
son más los jóvenes que abandonan las escuelas y las familias sin cobertura
médica.
“Hace dos meses que me han reducido el sueldo de dos a un
millón de libras libanesas (LBP, en sus siglas en inglés, y equivalente a una
disminución de 1.200 euros a 600)”, cuenta su madre, Igtimad, de 65 años y
divorciada. Es funcionaria de la empresa estatal de telefonía Ogero. Paga
600.000 libras (360 euros) mensuales de alquiler. “Gracias a Dios tenemos salud.
Pero si ocurre algo, nos dejarán morir en la puerta del hospital”, afirma
indignada. La mayoría de los funcionarios han visto sus sueldos reducidos a la
mitad.
Truncada la vía de los estudios, Jarah tampoco encuentra
trabajo. “Su única opción para no tirar su futuro es emigrar”, interviene su
madre. A esa misma conclusión han llegado miles de jóvenes libaneses. Los que
tienen diplomas universitarios y doble pasaporte o buenas conexiones para
obtener un visado ya han abandonado Líbano. El resto, como este joven, da rienda
suelta a la frustración a pedradas y pega simbólicamente los currículos en los
muros de hormigón tras los que se parapeta el Parlamento. Han acudido varias
veces a las asociaciones caritativas suníes del partido El Futuro que lidera el
ex primer ministro Hariri y que antaño, con respaldo saudí, proporcionaban becas
y ayudas a su base social. Sin recursos, la solidaridad vertical construida a
partir de los partidos y las confesiones a las que representan se
resquebraja.
El Gobierno de unidad libanés que vio la luz en enero de 2019,
tras nueve meses de arduas negociaciones, ha sido la primera víctima del
movimiento de contestación popular y acabó con la dimisión de Hariri en octubre
pasado. El empresario Hasan Diab ha sido nombrado nuevo jefe de un Gobierno
tecnócrata liderado por el tándem chií Hezbolá-Amal (moderado) junto con el
principal partido cristiano, Corriente Patriótica Libre (CPL), al que pertenece
el presidente libanés, Michel Aoun.
La desesperación de la familia Jarah va en aumento. “Me siento
como en un oscuro túnel del que no veo la salida por ninguna parte”, se sincera
en el salón de su casa Nadia Jarah, única hermana de Abdalá. Madre de tres y con
un marido inválido, la mirada acuosa de Jarah no se despega de la pila de cartas
que desde la mesita del salón le recuerda que hace nueve meses que el banco
amenaza con desahuciarla. Un miedo que afecta a otros miles de ciudadanos sobre
los que se cierne una inminente devaluación del 30% de la moneda. En las
casas de cambio, el dólar, que ha permanecido en un cambio fijo de 1.500 LBP
desde 1997, se vende esta semana a 2.450.
Ante la desidia del Banco Central de Líbano (BCL), las
entidades bancarias han impuesto medidas informales para el control de
capitales. Cada día, los clientes hacen horas de cola a las puertas de Bank
Audi, donde pueden retirar 600 dólares al mes si sus ahorros son inferiores al
millón de dólares, y 2.000 si los superan. “De cada 11.000 dólares que traigo de
fuera gano 4.700 al cambio”, admite un empresario francés afincado en la capital
libanesa. Cada día aterrizan funcionarios de ONG internacionales, de la ONU, la
UE, diplomáticos y empresarios locales o extranjeros que atraviesan el control
policial cargados con fajos de dólares. Miembros de Hezbolá afirman, además, que
llegan maletas cargadas de dólares desde Teherán para pagar sus sueldos.
De devaluarse la libra en un tercio, la mitad de la población
libanesa caería de la noche a la mañana bajo el umbral de la pobreza, advierte
en un informe el Banco Mundial (BM). “La crisis libanesa necesita una estrategia
integral […] para corregir las ineficiencias y beneficios desproporcionados de
un sistema de crecimiento desigual”, opina en una entrevista por correo
electrónico Wissam Harake, economista del BM. Los Jarah hacen equilibrios sobre
la intangible frontera de la pobreza, que ya afecta a un tercio de la población
libanesa, según informes de la ONU.
Durante una de tantas manifestaciones, un desesperado padre de
familia en la cincuentena se rocía con gasolina. “Ya no sé qué hacer”, solloza
el hombre, a quien otros manifestantes salvan de quemarse vivo, pero no de la
desesperación. La inflación ha disparado los precios de productos básicos en un
25% y ha forzado al recién nombrado Ejecutivo a pedir ayuda a varios países para
asegurar las divisas necesarias con las que subvencionar la importación de
trigo, medicamentos, leche en polvo y combustible.
La clase media libanesa va camino de desaparecer. “El 10% de la
población adulta acumula el 55% de los ingresos nacionales, algo que sitúa
Líbano entre los países con mayor desigualdad económica en el mundo”, escribe en
un reciente informe la economista libanesa Lydia Assouad.
El otro extremo
En el extremo opuesto, la clase más adinerada intenta poner a
salvo sus fortunas antes de que se haga efectiva una devaluación y pierdan un
tercio de sus depósitos bancarios. Lo hace gastando tanto como puede y la banca
les permite. La sucursal de Rolex en Beirut hace su agosto. “El reloj más barato
cuesta 6.000 dólares y algunos de colección superan los 20.000”, cuenta una
empleada. Coches, oro y diamantes son otros productos de lujo en los que
invierten, así como en el sector inmobiliario, cuyas ventas se han disparado. La
especulación financiera favorece al que tiene dólares en efectivo. De ahí que
las pistas de esquí y las discotecas VIP del país estén a rebosar.
Además, “la relación entre banqueros y políticos es
incestuosa”, resume Pierre Issa, director de la ONG Arcenciel, durante una
conferencia en Beirut. En el primer mes de protestas, en octubre pasado, los
bancos cerraron al público durante tres semanas y un puñado de accionistas
transfirió 2.300 millones de dólares a Suiza para escapar al corralito. No pocos
de ellos son los mismos que se sientan en el Parlamento. El director del Banco
Central, Riad Salame, es el nombre y rostro más criticado por los manifestantes.
Como muchos de los líderes políticos que le cortejan, lleva apoltronado en su
cargo cerca de tres décadas.
Al igual que los bancos, los políticos han dilapidado el
remanente de confianza ciudadana que les quedaba. “Viven en la inopia y no son
conscientes de la gravedad de la situación en que se encuentra el país”, afirma
en Beirut un diplomático europeo.
“No habrá más ayudas hasta que no propongan un plan económico
real y viable”, repiten como un mantra desde hace dos años unos hastiados
donantes internacionales sobre los 11.000 millones de dólares (10.137 millones
de euros) prometidos en la conferencia de Cedres en París, organizada en abril
de 2018. Expertos internacionales consultados por este diario coinciden en que
hoy es una cantidad insuficiente para un país que necesitaría una inyección de
entre 28.000 y 41.000 millones de euros para mantenerse a flote.
No es de extrañar tampoco que los bancos y cajeros se hayan
convertido en diana privilegiada de las pedradas de los manifestantes, menos
numerosos a medida que pasa el tiempo, que intentan asaltar el Parlamento
fortificado en el centro económico de Beirut. A las protestas se suman
desesperanzados jóvenes suníes llegados del norte, de la empobrecida Trípoli, o
del sur, de los suburbios marginales chiíes de Dahie. Enfrentados por la
religión, comparten hoy cebollas entre irrespirables nubes de gases
lacrimógenos, unidos por ese sentimiento que comparten los que no pueden
emigrar, los que ya no tienen nada que perder.
La rabia colectiva contenida estalló en todo su apogeo el
segundo fin de semana de enero, con 575 heridos como el peor balance hasta la
fecha de unas refriegas en las que Human Rights Watch denunció el “uso excesivo
de la fuerza por parte de la policía antidisturbios”. Un millar de manifestantes
han sido arrestados, decenas torturados, sostiene la ONG. Entre la lluvia de
piedras corretean niños y niñas que venden botellas de agua o mendigan
divertidos entre el inusual gentío.
“No tengo dinero para pagar. ¡Bajadme de la ambulancia!”, grita
en un ataque de llanto una niña a los incansables voluntarios de la Defensa
Civil. Dumoo —que en árabe significa lágrimas— ignora su fecha de nacimiento.
Calcula tener 12 años, “o por ahí”. Se trata de la única niña herida en los
primeros cuatro meses de protestas, dicen los paramédicos. Tiene la frente
abierta y a las tres de la madrugada es atendida en un hospital de Beirut. Está
de suerte: el Ministerio de Salud cubrirá los gastos de los siete puntos de
sutura, así como el de toda persona herida en las protestas.
Entre la pobreza y la miseria
Ya en casa, su madre, Suad, una ciudadana siria de 33 años,
refunfuña hastiada, no solo por la herida: “Los 11 miembros de la familia
dependemos de ella tanto para el alquiler como para la comida”, afirma cuando
oye que Dumoo necesita al menos dos días de reposo. La pequeña se encoge de
hombros y su padre, pescador palestino nacido en Líbano, esquiva la mirada.
En la seguridad que le da su barrio, Ouzai, en los arrabales
del sur de Beirut, Dumoo vuelve a ser esa mocosa desafiante que ha pateado mucha
calle. Desde los seis años trabaja 10 horas diarias vendiendo botellas de agua
para traer entre 30.000 y 50.000 libras a casa (entre 18 y 30 euros). Hoy gana
lo suficiente para mantener a sus ocho hermanos, de entre 2 y 17 años, y a sus
padres. Ninguno de ellos sabe leer ni escribir.
La calle en la que vive la familia está en una zona
mayoritariamente chií y las fachadas están empapeladas con pósteres en honor a
los mártires de la milicia-partido Hezbolá. Aquí, las asociaciones caritativas
también han reducido drásticamente las ayudas para medicamentos, hospitales y
escuelas. La electricidad se limita a 15 horas diarias en el piso de alquiler de
tres habitaciones que ocupan. En todo el país, las cajas de la solidaridad
sectaria han quedado vacías.
Líbano alberga a 400.000 refugiados palestinos y 1,5 millones
de sirios, lo que equivale a un tercio de la población libanesa. Con el país
vecino a punto de entrar en el décimo año de guerra, el 75% de los refugiados
sirios en Líbano vive bajo el umbral de la pobreza y la crisis amenaza con
hundirles aún más. Las ayudas de la ONU para sirios y palestinos también han
sufrido severos recortes.
En la familia de Dumoo, esta niña supone el débil hilo de los
ingresos para subsistir que de romperse arrojaría a 10 personas a la pobreza
absoluta. La crisis de los bancos no les afecta porque guardan sus pocos ahorros
en una bolsa de plástico en algún lugar seguro de la casa. Sus hermanos
adolescentes no tienen trabajo y se quedan en casa porque temen convertirse en
víctimas del enfado de una población libanesa que les acusa de “robarles el
trabajo”.
Es la una de la tarde. Han pasado 24 horas desde que fue
herida. Dumoo se despereza y con los hilos azules de los puntos de sutura y la
sangre reseca pegada al flequillo sale con el estómago vacío a trabajar.
Abandona este masificado barrio a bordo de una furgoneta que cubre los cuatro
kilómetros que separan Ouzai del corazón económico de Beirut. Un trayecto que
sirve de línea divisoria entre una periferia pobre y un corazón rico cada día
más pequeño. En el centro, muros revestidos de mármol conducen a escaparates de
Louis Vuitton o Hermes y Ferraris aparcados junto a la acera.
“En las revoluciones del resto de países de la región tuvieron
que derrocar a un Ben Alí (Túnez), a un Mubarak (Egipto) o a un Gadafi (Libia)”,
dice el joven Abdalá Jarah. “Aquí tenemos que derrocar a seis: uno por cada
confesión en el poder”, zanja.
COMERCIOS Y CASAS SE BLINDAN Al igual que los joyeros, los
cerrajeros hacen su agosto vendiendo cajas fuertes o instalando cierres en casas
y comercios. Perdida la confianza en los bancos, los que pueden guardan en casa
sus ahorros, lo que hace temer un aumento de la criminalidad conforme el hambre
encoge los estómagos y la crisis crea un abismo entre clases. “Ya pasó en la
guerra civil (1975-1990)”, recuerdan los vecinos de pelo canoso a cuyos hogares
entraron, en “más de una ocasión”, encapuchados armados para robarles el fajo de
libras que escondían bajo el colchón. Los bancos se blindan con guardias y
policías para evitar la inquina de unos clientes que temen perder los ahorros de
toda una vida. El Parlamento se parapeta detrás de muros de hormigón para alejar
a los ciudadanos encolerizados. En los barrios más pudientes, sus dueños
refuerzan los edificios con cámaras o dobles puertas de metal.
Natalia Sancha para El País de España
“La economía de Líbano es terciaria, por lo que cerca del 80%
del PIB proviene del sector de los servicios”, explica en Beirut el economista
Mohamed Beziz. La banca es uno de los servicios más importantes que ofrece el
país, que ha atraído fortunas internacionales de dudosa procedencia. La deuda
pública de Líbano depende en un 90% de acreedores libaneses que conforme se
ahonda la crisis siguen percibiendo exorbitados intereses de hasta un 10% por
sus depósitos. “De cada 100 euros de impuestos que paga el contribuyente
libanés, 35 son destinados a saldar los intereses de la deuda”, prosigue Beziz.
El peso de la deuda ha acabado por polarizar la sociedad “haciendo al rico más
rico y al pobre más pobre”, concluye el economista. Beirut ha pedido asistencia
al Fondo Monetario Internacional para analizar la reestructuración de la
deuda.