Existe un viejo chiste que dice que un economista es un experto
que sabrá mañana por qué las cosas que predijo ayer no sucedieron hoy. O
también, a la inversa, que mañana explicará por qué hoy no se produjo la crisis
que predijo ayer.
Del mismo modo, ahora vemos muchos expertos que enumeran los
cuatro, seis o “n” factores que explican lo que pasa en Chile hoy. Algunos
incluso dicen que esa explicación es simple. Pero si hubiera razones tan
evidentes y tan lógicas para explicar estos hechos, esos expertos hubieran
podido predecirlos hace un año, o hace un mes, o la semana pasada; sin embargo,
no fue así.
Y si el problema fuese simple, también la solución lo sería.
Para intentar aportar soluciones, veamos entonces cuáles son los problemas
enunciados por los expertos.
El fracaso del modelo neoliberal: esta etiqueta es un
cajón de sastre a la cual se atribuyen todos los males. Pero el concepto es
gaseoso, y a menudo se confunde, por ejemplo, con el Consenso de Washington, que
fue mal interpretado y mal aplicado hasta que fue abandonado por sus miembros
(aquellos que habían participado en el consenso) a comienzos de este siglo.
Tampoco conocemos que exista en Chile un partido político
grande o un movimiento social masivo que proponga un modelo alternativo, pese a
que en tres ocasiones ese país ha tenido gobiernos de izquierda durante el siglo
XXI (una vez Ricardo Lagos y dos veces Bachelet), quienes hicieron reformas
constitucionales en su momento y, por tanto, hubieran podido variar el modelo
económico si era lo que sus votantes y parlamentarios deseaban.
Otra explicación “simple” es la gran desigualdad que existe en
Chile. El dato de la desigualdad es cierto, pero hay que verlo en su contexto:
América Latina es el continente más desigual del mundo. Sin embargo, Chile no es
el país más desigual de esta región. Brasil y Colombia, por poner dos ejemplos,
tienen un mayor índice de desigualdad; Uruguay, Venezuela y Perú tienen menores
niveles de desigualdad. (El 1 refleja desigualdad total; el 0 refleja igualdad
absoluta).
Si el factor desigualdad fuese suficiente para explicar
movilizaciones sociales masivas y violentas, deberíamos haber visto este tipo de
reacción antes en Brasil y Colombia que en Chile.
Por otro lado, la economía chilena está lejos de ser un
fracaso. Con un PBI per cápita anual de casi $ 15 mil dólares, Chile más que
duplica a la mayoría de países latinoamericanos, y ostenta un 50% más que las
economías tradicionalmente más grandes de la región: Argentina, Brasil y México.
La pobreza se redujo desde casi el 40% en el 2003, al 10 % en el 2016.
Se puede alegar deficiencias en los sectores sociales,
tales como Educación o Salud. En el primero de esos rubros aún recordamos las
manifestaciones estudiantiles del 2006 y del 2011, pero desde que 60% de los
estudiantes tiene acceso gratuito a la universidad, no ha vuelto a haber
manifestaciones de ese sector.
Los servicios hospitalarios seguramente tienen muchos
problemas. Pero si observamos la esperanza de vida al nacer, vemos que los
chilenos han ganado casi diez años de vida desde inicios del siglo XXI, y con un
promedio de 79.7 años están al mismo nivel que Costa Rica (80.1) y Cuba (79.6),
a la cabeza del pelotón.
En cuanto a mortalidad infantil, Cuba (5.3 niños de cada
1,000), Chile (6.7) y Costa Rica (8.8) son los únicos países de la región con
una mortalidad infantil de un solo dígito por cada mil niños. Todos los demás
países tienen tasas de dos dígitos. Es curioso que en estos indicadores tan
importantes Chile, supuestamente paradigma del neoliberalismo, tenga una
performance muy similar a la de Cuba, símbolo del modelo opuesto.
Los hechos que podemos constatar, por lo tanto, no muestran una
situación económica o social que sea estructuralmente mala. El problema parece
situarse en otro nivel. Algunas de las declaraciones del público chileno
en estos días, así como algunos de los análisis publicados, mencionan alzas de
precios en servicios públicos –aparte del transporte público, también subieron
recientemente las tarifas de electricidad, gasolina, peajes- la propiedad
privada del agua, así como deficiencias en el sistema de pensiones.
Estas alzas, consideradas abusivas, se suman a la existencia de
monopolios u oligopolios en otros rubros tales como farmacias, papel higiénico o
pensiones, en los cuales un pequeño grupo de empresas concierta condiciones
extremas o precios leoninos para los bienes o servicios que ofrecen. Para
ponerlo en palabras de la revista América Economía: “En suma, en importantes
mercados en Chile la competencia no es la norma, sino que impera más bien una
forma torcida de rentismo oligopólico.”
Desde el punto de vista de la economía política, esto no es
liberalismo. Lo que se denomina economía de mercado por lo general incluye
controles anti monopolio. La libre competencia es esencial para ese modelo
económico. En este caso, el Estado ha renunciado a su deber de asegurar
las condiciones de una verdadera competencia, y por lo tanto la igualdad de
oportunidades para todos. Probablemente éste es el talón de Aquiles de la
política económica chilena, y los excesos de esos oligopolios son percibidos
como abusos por una vasta mayoría de la opinión pública.
Esto debería reflejarse también en la esfera política; pero,
como estamos viendo, no hay entre los manifestantes chilenos de estos días
líderes o movimientos que encarnen una lucha contra los monopolios u oligopolios
en general. Los políticos, los gobernantes y los parlamentarios de las
principales formaciones políticas, han permitido este estado de cosas durante 30
años. Esto parece confirmar otra de las afirmaciones que hace la revista América
Economía: “En Chile hoy no hay ninguna fuerza política tradicional o constituida
que tenga una real comprensión de lo que está ocurriendo.”
Desde luego que todos estos problemas, son ya bastante
antiguos, por lo que la crisis que se ha desatado ahora responde, además, a un
manejo notablemente malo de la protesta callejera. Los primeros días los
estudiantes protestaban solos, y su protesta consistía principalmente en abrir
los accesos para que la gente entrara al metro sin pagar.
Luego de algunos días, el viernes por la tarde, a la hora
punta, las autoridades decidieron cerrar todas las estaciones del metro. En las
calles, la cantidad de gente desesperada por movilizarse y la congestión
vehicular monstruosa que todo esto produjo, generaron un escenario digno del
título ideado por José Matos Mar en 1984, “Desborde popular y crisis del
Estado”.
La muchedumbre exacerbada es muy difícil de controlar, y su
conducta deja de ser previsible. El vandalismo se transformó en un espiral de
violencia. El sábado, el Presidente decretó el estado de emergencia y los
militares salieron a resguardar el orden. Esta escena, que no había sido vista
en décadas, trajo funestos recuerdos. Aun los que no habían vivido esa época
eran conscientes del impacto sicológico de esta imagen. Se convirtió en un tema
de dignidad herida.
Las fuerzas del orden no pudieron cumplir su cometido. Hubo
muertos, 12 hasta el momento, pero las manifestaciones, los saqueos y el
vandalismo continuaron. El siguiente paso fue imponer el toque de queda, también
insuficiente para terminar con los enfrentamientos.
El gobierno dio marcha atrás en el tema del alza de los
pasajes, pero ése ya no era más que un detalle anecdótico. Una vez que es
lanzada la marea humana, sale a relucir todo el pliego de reclamos. Cada cosa
que va mal o afecta a algún grupo se convierte en reivindicación fundamental. La
lista puede ser inacabable. Por eso todos los analistas pueden encontrar un buen
motivo a su gusto para explicar la crisis.
Lo que pocos se atreven a abordar es qué pasará luego. Cómo
será el día después. Quién habrá ganado y quién habrá perdido. O debería decirse
quién habrá perdido menos, porque es un hecho que todos habrán perdido. En este
caso no hubo el movimiento No+AFPs, ni los estudiantes del 2011. No hubo una
causa clara, generalizada, ni un interlocutor con quien negociar algo. Sólo un
estado de ánimo. Una catarsis, pero una que remece los cimientos mismos de la
identidad nacional. Al despertar, Chile ya será otro.