Matices: César Lévano (1926-2019), por César Hildebrandt
Ha muerto en sus trece. No podía ser de otra manera.
Me causa gracia que algunos de quienes lo maltrataron, finjan llorarlo. Allí
está San Marcos, que lo despidió sin gracia alguna y con una pensión para
indigentes. Allí está el diario que decidió un día que el sueldo era un asunto
muy burgués y que el sueldo de director era cosa aún más despreciable que
tampoco debía pagarse. Allí está el cronista que, al pie del ataúd, lagrimea sin
recordar que el noble difunto lo llamó sobón de Humala cuando las papas quemaban
y el comandante de la madre mía se valía de Blanca Rosales para presionar a los
medios y empitonar a los alzados.
Muchas veces hablé con Lévano de la crisis del periodismo. No era un asunto
de analógicos versus digitales ni de liberales versus conservadores ni de
socialistas versus rivagüeristas: era un asunto de cultura. El periodismo
–coincidíamos- se había enemistado con los libros y con el afán de saber. El
periodismo de estos tiempos era un ejercicio de la banalidad. Un horizonte
desplomado. Un día, después de la presentación de uno de mis libros que él honró
con un preámbulo oral, me dijo: -Sí Valdelomar resucitase y buscara trabajo en
un diario limeño, le cerrarían las puertas.
No sólo Valdelomar. Pensemos en el Mariátegui que, a pesar de todas las
dificultades, luchó por sus ideas y pudo crear la imprenta y editora “Minerva”.
Pensemos en todos aquellos que juntaron periodismo y buena prosa y convirtieron
a la prensa peruana en un modelo digno de imitarse en el primer tercio del siglo
XX. Ese mundo es nuestra Atlántida. Ese país parecido es la desgracia que no
solemos admitir.
Lévano era una excepción, un sobreviviente, una tenacidad a prueba de
tentaciones. He dicho muchas veces que el Perú tiende a podrirlo todo. Hasta las
buenas causas resultan, al final, contaminadas por la codicia: allí está el
ecologismo antiminero manchado de “lentejas” y abogados de Azángaro y señoras
víctimas que entablan juicios costosos en Nueva York.
Pero el Perú no pudo con Lévano. No pudieron con él. Allí estuvo, metalúrgico
y panadero, rojo y cívico, contumaz destinado a los infiernos, malditamente
hereje, el canillita que salió de las sombras. ¿Fue estalinista? Sí, cómo no. Se
equivocó, como muchos, como Neruda nada menos. Pero amaba a Bach tanto como a
Acosta Ojeda y podía leer a Goethe en su idioma original y hablarte de la prensa
anarquista como si él mismo la hubiese redactado. Y a la hora de juzgar a los
oportunistas de la izquierda tuvo el ojo del búho consejero.
Cuánto lo odió la derecha. Qué manera tan vil de difamarlo. Qué modos tan
canallas de negar su valor y borrar su resistencia. Lévano era un mal ejemplo y
eso es lo mejor que puede decirse de él. En una sociedad purulenta como la
nuestra ser un mal ejemplo es una bendición. Si los agnósticos tuviéramos un
Vaticano y un San Pedro, Lévano sería parte de nuestras catacumbas ancestrales.
Un rojo con aureola, que más da.
Se ha ido Lévano y mejor que se haya ido. La vejez extrema es una venganza de
la paciencia y un sufrimiento inútil. Pero lo que queda de Lévano alcanza para
muchos años de memoria agradecida. Lo que es cierto es que Lévano, como otras
figuras estelares, no deja sucesores. El Perú mal hablado de hoy sólo tiene
relevos para forajidos y congresistas.
Yo no escribo esto porque Lévano se nos haya ido esta semana. Escribí sobre
este maestro moral muchas veces, cuando él estaba vivo y aún se jaraneaba. Y
aquí van dos ejemplos. El primero publicado en el año 2006, cuando Lévano
cumplió 80 años. El segundo es del año 2011 y fue editado a raíz de la muerte de
Natalia, su querida mujer.