Virgilio Martinez: Había un lado oscuro en la cocina que me atraía
El chef peruano consolida su proyecto como uno de los más
personales de la alta cocina mundial
Hace una década abrió Central (Lima), un restaurante en el que
Virgilio Martínez buscaba su propio camino sin tener las ideas claras. Hasta que
apostó por una cocina basada en los ecosistemas y sus alturas para reflejar la
biodiversidad del Perú, desde sus costas a los territorios andinos o amazónicos.
El pasado verano se trasladó a un amplio espacio en el barrio limeño de Barranco
que alberga también el nuevo restaurante Kjolle de Pía León, su pareja y jefa de
cocina durante años en Central, y la coctelería Mayo.
Su proyecto gastronómico es hoy una de los más singulares del
planeta. Una propuesta que avanza con la complicidad de Mater Iniciativa, equipo
multidisciplinar que el chef lidera junto a su hermana Malena para exploran
paisajes, costumbres y despensas. Y con el aliciente de Mil, el restaurante que
abrió hace unos meses a 3.680 metros de altura, en los Andes, y que utiliza como
taller. Conversamos con Virgilio Martínez por teléfono cuando el chef se
encuentra en Tokio, la última parada de un periplo internacional para dar a
conocer su trabajo que finaliza esta semana.
San Francisco, Singapur, Hong Kong, Tokio…¿Hay una
parte de huida hacia adelante en ese afán viajero que usted ha tenido desde muy
joven?
Mi pasión por viajar comenzó como una necesidad de conocer
mundo. Pero es verdad que éramos muchos los que desde pequeños soñábamos salir
del Perú. Yo era skater, fui campeón nacional y quería ser profesional fuera.
Venía de una generación en la que quienes teníamos alguna ambición de hacer algo
importante, de no ser uno más, no veíamos mucha esperanza en un país que vivía
sumido en la violencia de Sendero Luminoso. Fui viajero desde niño, primero por
el skateworld, hasta que me rompí un montón de huesos, y luego por la cocina,
para aprender de otras culturas. He sido un cocinero viajero toda mi vida y sigo
siéndolo.
No está muy bien visto que los chefs pasen tanto tiempo
fuera.
Hay muchas lecturas, porque en los viajes uno aprende
muchísimo. Aprendes a liderar, a lidiar con otros grupos; a entender otras
culturas. Además, el rol del cocinero ha cambiado y no es necesario pasar todas
las horas del día mirando el horno o buscando la perfección del plato o del
servicio. Sentimos que tenemos muchas más responsabilidades, y entre ellas está
la de que tu restaurante funcione contigo o sin ti, a pesar de que procures
estar el máximo tiempo en tu cocina.
Pero el comensal que busca una experiencia muy especial
en su casa quiere verle.
Sí, por supuesto, y comprendo a quien se molesta si no estoy,
pero trato de buscar un balance como en todo en la vida. Lo que sucede en el
mundo del restaurante es parecido a lo que sucede en un mundo real apurado y
contradictorio en el que tienes que colmar las expectativas de mucha gente. No
estoy haciendo una apología de quien viaja por el mundo para nutrirse pero es
inconsecuente con sus comensales, y entiendo que hay una crítica que está
sustentada. Yo soy hiperactivo y hay días en que salgo a las cuatro de la mañana
de casa para volar a Cuzco, donde está nuestro restaurante Mil, y por la noche
estoy de regreso en Lima para el servicio de la cena en Central. Lo hago porque
entiendo que el cliente quiere verme. Pero tampoco voy a decir que puedo estar
siempre en todas partes.
¿Hasta qué punto le ha complicado la vida esa trastorno
de hiperactividad?
Me la ha complicado muchísimo en las relaciones personales
porque ser hiperactivo te hace volverte pesado, porque vas a otra revolución
distinta a quien está a tu lado. Eres inquieto y constantemente estás buscando
cosas cuando no es el momento. No hay que victimizar, pero es cierto que siempre
quieres más y te sientes incomprendido. Por eso yo busqué caminos donde mi
hiperactividad fuese bienvenida, como es la cocina.
Un territorio lleno de personas con el mismo
problema.
Claro, la cocina y en general el mundo del restaurante es el
lugar perfecto para la hiperactividad. Pero hay que saber usarla y canalizarla.
Ahora se está hablando muchísimo de salud mental en la cocina, que es un tema
terrible. Cuántas fatalidades han pasado en los últimos años en nuestro ámbito,
cuántas cosas suceden y no se cuentan, cuantos excesos. Hemos visto drogas,
exceso de alcohol, excesos en los insultos, en los golpes, en el uso de fuerza
física; hemos visto maltrato.
Usted lo sufrió en sus inicios, cuando trabajaba en
Londres.
Sí, porque trabajaba en las cocinas como ilegal y muchas veces
se aprovechaban de esa condición: me trataban como ilegal y yo tenía asumido ese
papel. He vivido la transición de aquellas cocinas que eran sumamente duras, en
las que el maltrato de todo tipo se asumía como algo normal y donde se ejercía
un mal liderazgo. Tengo en mi oreja izquierda la marca del cenicero que me lanzó
el chef. Estaba sangrando y había que poner puntos, pero en vez de eso me puse
un trozo de papel de cocina para parar la hemorragia. Algo totalmente ridículo y
absurdo. Tenía que seguir el servicio porque si no me echaban del
restaurante.
¿Cayó en la tentación de aplicar con su equipo el mismo
método que habían aplicado con usted?
Yo imaginaba que la cocina era aquello que había leído en los
libros de Anthony Bourdain. Era lo que entendía y tal vez había un lado medio
oscuro que me atraía. Viví el momento en el que las cosas empezaban a cambiar
pero cuando llegué a Lima después de haber estudiado y trabajado fuera, quería
ser un cocinero medio bravucón. Afortunadamente en los últimos siete años he
aprendido mucho de liderazgo, no sólo en la cocina sino también a liderar grupos
interdisciplinares en los que un cocinero tiene muy poco que decir.
Hace años le costó decidirse a contratar a Pía León,
quien luego sería su pareja y quien ha sido durante años jefa de cocina de
Central. ¿Se retracta también de una actitud machista en sus
inicios?
Me retracto y me avergüenzo. Hay que hacer mucha autocrítica y
darse cuenta no sólo de lo que uno hizo mal hace unos años, sino de lo que
hiciste mal ayer. Deberíamos tener al día un inventario de nuestros errores.
Ahora no me reconozco en aquel Virgilio que no quería contratar a Pía porque
seguro que esperaba recibir a un cocinero parecido a mí. Dicen que uno contrata
a la persona en la que se ve reflejado. Por suerte también escuché que uno es el
promedio de las cuatro o cinco personas entre las que suele moverse, y yo estoy
tranquilo porque siempre estoy con Pía y con mi hermana Malena.
¿Le pareció que Pía León no tendría la fuerza
suficiente?
La veía como una chica indefensa; una chica prepotente y hasta
insolente porque me hablaba muy decidida. Vino con las mejores maneras y la
actitud que hoy hubiese agradecido en alguien que acude a buscar trabajo y yo la
veía como desubicada. A ella le gusta contar esa historia que a mí no me gusta
demasiado escuchar porque creo que no tiene gracia. Pero hay que asumir lo bueno
y lo malo, con todos los errores que hemos cometido.
¿Cómo describiría el trabajo de Pía León en el nuevo
Kjolle? ¿Estamos ante una chef más intuitiva que usted en su
cocina?
Sí lo es y se nota que se siente muy libre, porque estaba un
poco cansada de la atadura de la cocina de las alturas en Central. Pía fue la
jefa de cocina allí porque era la más pragmática, la más intuitiva y la que iba
rápido y solucionaba las cosas mientras yo me quedé un poco en lo conceptual y
en el liderazgo. En Kjolle puedes vivir una experiencia de muy alta cocina como
también una experiencia casual y pasarlo genial y querer repetir en pocos días.
En eso Pía es muy práctica.
En Central, en cambio, usted sigue en una línea más
conceptual a través de la que quiere contar los ecosistemas.
Central es un restaurante con una carga conceptual mucho más
fuerte, en el que buscamos que cada plato exprese la biodiversidad y lo que
sucede en un ecosistema en particular. E incluso lo que ocurre en su
estacionalidad en ese momento y todo lo que tiene que ver con la altura a la que
se sitúa. Hemos tenido que descartar muchos polvos mágicos para hacer una cocina
totalmente natural, sin que esa palabra se vuelva un cliché, como ocurre muchas
veces. Pía y yo recibimos productos de Mater Iniciativa, que acaba siendo
nuestro gran proveedor. Ella cambia la carta de Kjolle cada dos semanas y en
Central o Mil no es así. Porque queremos que te comas el concepto; que te
emociones en esas tres o cuatro horas. Que explores con nosotros lo que vamos
descubriendo.
¿Ha sustituido las técnicas modernas que utilizaba por
otras ancestrales?
Si vamos a jugar a una experiencia única basada en el entorno,
las técnicas han de ser del entorno. Por eso hemos recurrido a las que se han
utilizado allí durante años, sin cerrarnos a las técnicas que se usan en el
mundo. Tampoco he borrado todo lo que he aprendido para reaprender a cocinar,
porque no se trata de eso. Pero sí estamos mucho más abiertos a entender las
antiguas técnicas peruanas a las que no dábamos ningún valor ni mirábamos con
cariño.
El restaurante que abrió hace diez años no tenía nada
que ver con lo que es hoy. ¿Central nació sin personalidad?
Absolutamente. Creo que había montado todo el escenario para
contar una historia que nunca llegaba a contarse; era como tener el ambiente
para una obra de teatro que nunca sucedía y que dejaba a la gente perdida en el
comedor. En las ideas que tenía como cocinero, en el discurso y en todo lo que
era Central había muchas incoherencias. Era un restaurante en el que había
copias de aquí y de allá, especialmente de los libros; el restaurante de un
personaje con poca identidad e inseguridades. Y hablamos de hace diez años; no
ha pasado tanto tiempo.
¿En aquel momento no se había enamorado aún de su
país?
Me costo muchísimo entender el Perú. La gente de Lima a veces
somos muy ajenos a los Andes y la Amazonía cuando estamos en un país que es 60
por ciento amazónico y que tiene una gran parte andina. Cuando entiendes dónde
estás, cuál es tu geografía, cuál es tu gente, y que las diferencias culturales
que tenemos no nos separan sino al contrario, te empiezas a dar cuenta de que
estás en un mundo con una riqueza tremenda. Eso me ha costado entenderlo, porque
en Perú nos educaron occidentalizándonos. A mí no me hablaron del mundo andino o
del amazónico hasta que tuve quince años.
Pero llega un momento en que siente el orgullo de
pertenencia a un lugar.
Primero llega el orgullo y luego viene una tremenda curiosidad
por hacer algo y moverte. Una vez que sabes que hay riqueza quieres ir a
buscarla, y eso es lo que me sucedió: empecé a sentir que tenía que regresar y
vivir en el Perú y que mis viajes iban a ser muchos más internos. Por eso el
camino de reubicar Central en Barranco, de abrir Mil y hacer una inversión en la
que nos hemos implicado con Pía y con mi hermana Malena, es la apuesta desde el
convencimiento de que tenemos algo muy grande. Mil, que está en el entrono de un
histórico centro de investigación agrícola, nos ha cambiado la vida hacia esos
viajes internos.
¿Mucho antes de eso fue Gastón Acurio quien le hizo
despertar?
Cuando regresé a Lima trabajaba con dos cocineros, Gastón
Acurio y Rafael Osterling. Como buen hiperactivo, regresaba de trabajar con uno
y pedía prácticas en el otro. Yo siempre buscaba mentores y Gastón tuvo ese
papel. Él me hablaba de una peruanidad que de alguna manera iba a importarse y
de un futuro. Y yo le creía. Me río al recuerdo en su despacho al lado del
friegaplatos, en un escenario de lo más humilde, hablando de grandezas; de cómo
un cebiche podría viajar a los mejores restaurantes del mundo. Recuerdo una vez
en Londres salir de trabajar a la una de la madrugada, pasar frente a Nobu y
leer en la carta que tenían colgada fuera la palabra cebiche. Eran platos que
para nosotros nunca iban a salir de nuestras casas o de la cebichería de la
esquina. Teníamos un amor propio muy bajo y no imaginábamos, como sí veía
Gastón, que el cebiche sería un plato universal.
Un plato que ha eclipsado una despensa infinita como la
peruana.
Ese cebiche y esa cocina peruana de fusión, la cocina nikkei,
la chifa y todo esto que hoy se ha puesto tan de moda está muy bien y hace que
se hable de la cocina peruana pero no es lo real. Lo real es la sostenibilidad,
la empatía, la riqueza, la biodiversidad, cuidar la naturaleza, el respeto por
la madre Tierra de las comunidades amazónicas o andinas. Cosas a las que antes
no les dábamos valor. Todo eso lo veo cada vez que voy a Mil y pasamos horas
cocinando unas papas bajo tierra y hablando con la gente de aquellas
comunidades.
¿Qué hace usted por aquella gente?
Tenemos distintos proyectos de comunidad y trabajamos ya como
socios. Hay casi 300 familias al lado de las instalaciones y sabemos que hay un
cambio tremendo en su economía pero también en la preservación de productos.
Cuando llegamos a aquel lugar junto a la idea era primero conocernos, luego
establecer una relación de buenos vecinos.
Han pasado ocho meses y ya hemos pasado a la fase de trabajar
juntos, con cultivos de quinoas, papas, tubérculos que estaban desapareciendo. Y
las vamos a poner en los mercados. Eso es muy revolucionario porque son
variedades que iban a desaparecer, y con ellas sus valores nutricionales. Otro
de los proyectos está centrado en una comunidad en la que las mujeres trabajan
en textiles y habían dejado de usar tintes naturales en los que hemos encontrado
un uso gastronómico. Con Mil se está generando un mundo replicable.
¿Cómo se puede replicar?
Sé que es difícil replicar Central como experiencia en otro
lugar pero el método sí lo es; el modelo de trabajo, de experiencia, es muy
global. Y estamos pensando aplicarlo también en la Amazonía. Abrir Mil allí
puede parecer un concepto peruano, pero es como abrir en otro planeta, usando el
mismo método.
¿A nivel humano qué le ha aportado la gente de las
comunidades con las que trabaja?
Entiendes un poco más el valor de la empatía, algo que cuesta
muchísimo hoy en día. Las comunidades andinas son muy distintas en todos los
sentidos, porque ven el mundo de otra manera. Son comunidades hasta nómadas, que
no entienden el valor de la propiedad y que le dan a la naturaleza un valor
divino. Le hablan a la tierra, a la montaña o al cielo. Cuesta muchísimo para
nosotros trabajar con gente andina porque tiene esas creencias y ahí está
también la riqueza. Nunca antes nos pusimos en los zapatos del otro y Mil ha
sido una oportunidad para hacerlo.
¿Quién va a un restaurante situado a casi 4000 metros
de altura en el que el menú cuesta 290 dólares? No será gente de la
zona.
Ni Mil ni Central son restaurantes a los que vaya gente de la
zona. En Mil la mitad de comensales no están relacionados con la gastronomía;
hay biólogos, botánicos, exploradores, gente que va realmente al Perú por su
naturaleza y que no tiene un gran interés por la gastronomía. Personas que
viajan muchísimo y son felices con un buen bocadillo. La otra mitad son
comensales que siguen el circuito, que van a Central, a Kjolle y a Mil porque
tiene interés y que van a muchos restaurantes del mundo.
¿Encuentra proyectos únicos como el suyo, en sus
viajes?
Sí, admiro proyectos como The Willows Inn, del chef Blaine
Wetzel, en Lummi Island. Hoy en día lo que más valoro es el entorno, porque es
con lo que más me identifico. Hay restaurantes a los que querré ir toda mi vida
por el servicio, por la sala, por el concepto, por muchas cosas, pero me siento
muy cerca de los restaurantes que muestran naturaleza. Lo que está pasando con
Noma me impresiona mucho y me parece único, con una capacidad de reinventarse y
renovarse magnífica. También en Japón encuentro proyectos que me impresionan,
aunque sea muy distinta su forma de ver la naturaleza.
¿Sueña en que Central sea el número uno del
mundo?
A quién no le va a gustar ser el número uno. Pero si me
pregunta si necesito o debería serlo, le diré que creo que no porque no quiero
cargar con esa responsabilidad. No creo que sea el momento y me parece que ahora
mismo la validez de ser el numero uno está siendo muy cuestionada. No sé
realmente si es el camino por el que hay que ir.
¿Por qué camino hay que ir?
Mil nos abrió una puerta gigante a sentirnos número uno por
nosotros mismos. Y yo nunca me he sentido tan feliz haciendo lo que estaba
haciendo. Hace tres o cuatro años esa obsesión de ser número uno estaba por ahí,
en una época que éramos numero cuatro y empieza a sonar la campana del ego y
quieres ser el uno.
Pero ahora tenemos otras prioridades y serlo supondría una
distracción total y creo que lo que estamos haciendo en este momento merece que
le demos la importancia que merece. Siendo número uno estaríamos perdiendo mucho
de nuestro tiempo, porque yo sé que esto termina con más viajes, con más
entrevistas y siendo mucho más mediáticos y creo que de eso ya tuvimos lo
suficiente. Hemos tenido más cobertura de la que merecíamos. Y buscar más sería
un poco de gula, de exceso y de incoherencia con lo que hacemos. Sería también
no querer compartir.
¿Le parece bien que los restaurantes que fueron número
uno pasen a otro estatus, como han decidido los organizadores de The World 50
Best Restaurants?
Me parece bueno y pienso que ponerle números a los restaurantes
y a las personas no está bien. Con todo el respeto, pero creo hay cierto
maltrato a nuestras vanidades. Lo bueno es que quienes hemos estado en esto
durante unos años sabemos de qué se trata y que bajar posiciones en la lista
tampoco es el fin del mundo. Me parece genial que quienes han sido número uno
pasen a un Best of the Best, porque se lo han ganado. No hay ninguno del que se
pueda decir que no ha trabajado muchísimo y todos ellos se merecen no tener que
vivir otra competición más de todas las que hay en la cocina. Pero sólo se han
liberado de una, porque vendrán muchas más. Todo va muy rápido y no tardarán en
crear el siguiente ultramega programa de televisión o la siguiente mega editora
online.
¿No se bajará la tensión?
Yo creo que 50 Best canalizaba la competitividad y lo
concentraba en una noche de glamur, de vanidad. Ahora se canalizará por otras
vías, y surgirán otras formas de medir o de poner los restaurantes bajo el foco.
Hay una competencia normal entre artistas, como se daban en otras épocas. Pero
también competencias geográficas, en las que hay mucho en juego: turismo,
economía, política, y todo esto a veces se personifica en un chef y es muy
duro.
Ustedes mismos están pendientes de lo que hacen sus
colegas a través de las redes sociales.
Todo el día pegados a las redes y todos los días nos
despertamos con una ansiedad, con la angustia por hacer las cosas mejor. Pero
vamos a tener que dejar de estar comparándonos constantemente. Tendremos que
jugar cada uno con nuestra manera única de ser y con nuestra clientela y nuestro
trabajo para ser felices, con la seguridad de que nuestro restaurante tiene
cierto valor, a la gente le gusta, hay algo bello y real. Eso a los cocineros
nos va a complacer más que mirarnos en las redes sociales, compitiendo o
comparándonos.
¿Ese estrés hace que abran restaurantes sin
alma?
Seguro y es lo que sucede. Hay muchos chicos que se están
comparando; mucho restaurante de instagram y mucho restaurante que ya en sí es
una red social y que están concebidos como un poco de este, de este y de este.
Cuando yo voy a un restaurante quiero saber la verdad: cual es el sentido y cual
es el objetivo.
Hay muchísimas casas que quieren generar un impacto en las que
hay de todo menos ese impacto que quieren generar. Y yo creo que hay que apoyar
contando las cosas como son porque hay muchos aduladores, muchos influencers y
como se ha perdido el contexto, todo vale. A nosotros se nos ha llegado a
comparar con El Bulli cuando eso es un disparate. Hay gente que descontextualiza
todo y mucha gente que se lo cree. Y es un problema.