Confusión de roles y responsabilidades, por Rómulo Pizarro
El llamado “paro agrario” que ha paralizado –literalmente- las
actividades en varias regiones del país, hace uso de medidas de fuerza que son
comunes y previsibles en este tipo de conflictos, siendo el más recurrente la
interrupción de la libre circulación de personas y vehículos, atentando a la vez
contra la vida, integridad física y patrimonio de las personas –ajenas a los
reclamos- pero víctimas de las tropelías y abusos de los manifestantes.
Los conflictos sociales no surgen por generación espontánea, y
por el contrario, van incubando en la medida que no se preste la atención debida
al problema, y no se advierta de las señales y mensajes que los sectores
involucrados van emitiendo en sus declaraciones públicas y en los acuerdos
internos que van adoptando.
Si el Estado, y más directamente, el Gobierno no aplica una
política preventiva para la atención de esta problemática que ya resulta
cotidiana y previsible, ocurrirá lo que siempre ocurre. Es decir,
manifestaciones violentas, violación de los derechos humanos, atentados contra
los patrimonios públicos y privados, “costo social” (eufemismo para no decir
muertos y heridos); y luego, las autoridades, bajo presión, dialogando con los
sectores demandantes y aceptando “acuerdos” que en ocasiones trasgreden el marco
legal y resultan en un atentado contra de la vida en democracia.
Seguimos siendo reactivos frente a los problemas, y la
conflictividad social no es ajena a esta práctica, lo que constatamos a diario a
través de los medios de comunicación que transmite imágenes “en vivo y en
directo”, pero que el ideario colectivo asume como repetitivas después de haber
visto situaciones parecidas en muchas oportunidades.
Estas reflexiones surgen luego de haber visto en televisión a
un oficial de la Policía en un plan de “negociador” con los manifestantes que
persisten en la medida de fuerza, y los transportistas que por tercer día
no pueden continuar su viaje. En principio, pareciera loable la actitud de
dicha autoridad policial, que presente en el lugar de los hechos, recibe las
quejas y demandas de los afectados, y que él entiende debe intervenir para
buscar una solución.
Entonces, el único representante del Estado en la zona de
conflicto es el Policía que frente a la presión social asume roles que no le
corresponden, bajo el riesgo de participar en “acuerdos” que luego, por mandato
de sus deberes y obligaciones va a tener que desconocer, cuando aplique el
imperio de la ley para recuperar el orden alterado.
Esta escena es la comprobación dramática de una sociedad que
procura establecer sus propios mecanismos de solución a sus problemas, y lo hace
porque siente el abandono de las autoridades llamadas a intervenir y convocar al
diálogo, a buscar alternativas de solución, a adoptar acuerdos, en fin, a
encontrar salidas a la situación entrampada.
La pregunta que se cae de madura: ¿Dónde están las autoridades
representativas del Estado, que están obligadas a atender a los sectores que
presionan por la solución de sus reclamos a través de medidas de fuerza? Pero
también, deberían estar presentes las autoridades que velan por los derechos de
la inmensa mayoría, ajena al conflicto, pero que sufre las consecuencias de la
inacción o permisividad de quienes están llamados a garantizar la seguridad, el
orden y la paz social.
Nos estamos acostumbrando a que las soluciones en los
conflictos sociales sean precedidas por jornadas caóticas, violencia irracional,
pérdida de vidas humanas, significativa afectación de las poblaciones
involucradas. ¿Por qué no podemos actuar preventivamente?; ¿Falta organización
en el Estado y en el Gobierno?; ¿Es indiferencia o incompetencia?. ¿Debemos
aceptar que vamos de mal en peor porque es el signo de nuestros tiempos?.
El Perú merece otro destino, y no aquel signado por el
pesimismo que pareciera se va incorporando a nuestras vidas, en lo personal y en
lo social, y que nos va convenciendo que no hay salida inmediata a este estigma
irremediable que nos arrastra hacia el desconcierto y a la desesperanza.
Es hora que reaccionemos y demandemos al Estado y al Gobierno
que asuman sus deberes y obligaciones a través de los Sectores e Instituciones
públicas que les corresponda actuar, y lo hagan con la diligencia e inmediatez
que las circunstancias aconsejan, desterrando al mismo tiempo la política del
avestruz, que es la actitud de negación de quien prefiere hacer oídos sordos,
negar la realidad y no afrontar los problemas.