El 'caso Watergate' marcó un parteaguas en el fango de la política
entendida como grilla entre gangsters
Alguien de Televisión Española tuvo el buen tino de programar el documental
All the President’s Men Revisited para solaz de insomnes irredentos. Dirigido
por Peter Schall en 2014 y producido por Robert Redford, el documental marcó el
40 aniversario del escándalo político del 'caso Watergate' y sirvió de homenaje
al desaparecido Ben Bradlee, periodista al timón del periódico The Washington
Post, en cuyas filas militaba la enrevesada pareja de Bob Woodward y Carl
Bernstein –un republicano y WASP; el otro, liberal más radical, judío de melena
larga--, ambos interpretados en pantalla por el propio Robert Redford y Dustin
Hoffman en el largometraje All the President’s Men, que también se revisa en el
documental de la madrugada. Mejor dicho: la noche de los tiempos.
Para todo interesado en el feliz oficio del periodismo, y todo lector de la
palpitación diaria de la noticia (incluso, ahora en tiempos donde campea la
mentira), y para empezar a entender el desmadre de la alta política
norteamericana, el 'caso Watergate' y su revelación a través de la heroica labor
de Woodward y Bernstein (no exenta de errores, trabas y peligros) es una joya de
historia e historiografía contemporánea. El documental confirma que ha mucho
tiempo que los hilos de las verdades y la vida cotidiana dejaron atrás los
teléfonos fijos, de dial con números a la ruleta y las antiguas prácticas del
espionaje en blanco y negro; ha tiempo que la velocidad de los hechos se volvió
supersónica y rebasa por mucho las épocas de corbatas anchas y patillas
alargadas que dependían del télex y luego, linotipo; ha tiempo, desde aquel
preciso entonces, que la presidencia de los Estados Unidos de Norteamérica dejó
de ser imperial, intocable e inmaculada y por ende, ha sido un acierto que
Televisión Española decidiera programar un documental que recoge paso a paso el
devenir de una aventura de investigación periodística que culminó con la
renuncia de Richard M. Nixon a la Casa Blanca, al filo de que lo corrieran por
mentiroso, corrupto y autoritario. Un acierto, aunque solo sea visto por
insomnes irredentos a altas horas de la noche de los tiempos.
En la preciosa soledad de la noche que parece nevada, un envejecido Redford
intercambia recuerdos con Hoffman sobre la filmación y de cómo la película que
ambos protagonizan contribuyó en un significativo despertar de la conciencia
cívica norteamericana (hoy en desesperada necesidad de refrendarlo) y, del otro
lado del telón, Woodward y Bernstein, ya viejos también, en claro homenaje a su
director Ben Bradlee y a todo el cónclave de gran calidad en el periódico que
avaló la minuciosa labor con la que ambos periodistas desmadejaron los hilos de
una trama enredada y siniestra que llegaba a las propias narices de Nixon, el
odioso presidente enigmático y bizarro.
Watergate marcó no solo el parteaguas en el fango de la política entendida
como grilla entre gangsters, sino el biombo donde se manifestaron no pocas de
las increíbles ridiculeces e imperdonables gazapos de Nixon, por otro lado
glorificado por el supuesto deshielo que provocó con la URSS de Leónidas
Brezhnev o su celebrado viaje a la China de Mao, pero claramente marcado por su
apodo de Tricky Dick desde que fuera vicepresidente de Eisenhower y luego el
paripé de posar con Elvis Presley como guerreros contra el imperio de las drogas
o el nefando ogro que le tenía tanta tirria a la familia Kennedy como miedo a la
sombra de John Lennon.
Paso a paso, en la madrugada de los tiempos, se va decantando con el
documental el periodismo incansable de lápiz en la oreja, libreta siempre lista
para desenfundar, las incesantes llamadas telefónicas (en aparatos que no eran
móviles ni inalámbricos), el juego de las fuentes –desde la minería en papeles
de archivos hasta la vocación gambusina en las propias hemerotecas
amarillentas—y la genial o providencial aparición de Deep Throat, el informante
secreto, el agente X que citaba a Woodward en el sótano de un parking público y
cuya identidad desconocía el mundo hasta casi pasados los 40 años de Watergate
que celebra el documental en cuestión. Deep Throat, apodo basado en el título de
una célebre película porno es una joya más de ese mundo que hoy ya no existe:
con el vértigo del Twitter y la familiaridad instantánea de Facebook, con la
guillotina constante de lo “políticamente correcto” y el afán por creer en todo
lo 'fake' antes de confiar en la verificación, las andanzas de Woodward y
Bernstein permanecen como ejemplo, pero indudablemente funcionarían de muy
diferente manera de surgir hoy, otra 'garganta profunda' que estuviera
dispuesta a guiarnos en medio de la madrugada de un estacionamiento del sótano o
en el abismo profundo en el que parece volver a enfangarse la presidencia de los
Estados Unidos, a la sombra de un ridículo fleco amarillo.
En el reciente libro de Michael Wolff: Fire & Fury. Inside the Trump
White House, que se vende por millares inversamente proporcionales al necio afán
del propio Trump por descalificar sus párrafos, se lee que en el transcurso de
los primeros meses de la administración del actual bufón: “La política se había
convertido, incluso mucho antes de la era de Trump, en un asunto mortal. Ahora
es un tema de suma cero: en cuanto gana nuestro bando, el otro pierde. El
triunfo de un bando significa la muerte del contrario. Había ya pasado de moda
la vieja noción de que la política era un juego de intercambio, una suerte de
entendido donde si alguien contaba con algo que deseabas –ya fuese un voto, la
buena voluntad o el patrocinio a la antigua usanza—y que todo ello en el fondo
no era más que asunto de costos o costo de oportunidad. Ahora se trata de una
batalla entre el bien y el mal”.
Pues de eso precisamente se habla no solo en el documental que marca el paso
de los 40 años con los que nos hemos llenado de canas, sino la película en sí
misma, protagonizada por Dustin Hoffman y Bob Redford, actuada en la vida real
por el otro Bob, Woodward y el Bernstein de la melena envuelta en cigarrillos
que se fumaban en cadena en las viejas redacciones de los diarios donde
abundaban montículos de papel, ruido de máquinas de escribir y cestos para la
basura (hoy que no hay nubes ni de vaho en la redacción, ni papeleras fuera de
las pantallas de los callados ordenadores). Woodward y Bersntein pusieron en la
pantalla del mundo en papel y luego, Redford y Hoffman en las pantallas de
Hollywood el claro afán de una generación entera de ciudadanos norteamericanos
que escribieron incansables cartas a sus respectivos congresistas y senadores,
miles de manifestantes en las calles y una nueva ola de escritores –en prensa y
literatura—que se alzaron hasta formar el inmenso oleaje con el que se logró
poner en evidencia la maldad de la administración Nixon. Un alud, en contra de
tantas mentiras que procuraba honrar por lo menos una verdad, sobre un telón
ancho donde se debatía precisamente la diferencia entre el bien y el mal.
Crecí en un bosque cercano a Washington y el día que renunció Nixon hubo
fiesta en mi escuela primaria y nos dejaron salir temprano para poder ver en
televisión la lacrimógena despedida del necio narigón que insistía en negar sus
culpas… y lo hizo hasta bien entrada su vejez, en la célebre entrevista con
David Frost (motivo de otra película). De niños, lo vimos llorar cuando se
despidió de sus colaboradores y declaró que su madre era una santa y luego,
cuando se subía al helicóptero en pleno jardín de la Casa Blanca, izando dos
dedos de cada mano no como la V de la victoria de Churchill sino como el nuevo
símbolo generacional de Paz, mientras todos los niños y una inmensa mayoría de
ciudadanos no solo estadounidenses, sino del mundo entero, le respondíamos con
un solo dedo: el medio que en España dicen forma la peineta del íntimo desprecio
con el que se marcó la saliva del asco ante el enfangando mundillo de la nefanda
política y así pasen décadas de madrugada en mucho tenemos que aprender de la
labor de los periodistas incansables –hoy con teléfonos inteligentes y archivos
instantáneos, aplicaciones verificadoras y corrección de estilo con la yema de
los dedos—que siguen siendo caballeros andantes de la pregunta incesante y la
curiosidad inapelable o irrefrenable que en gran medida son las lanzas que
podrían volver a desvelar los entresijos del mundo de la mentira, los corredores
del autoritarismo y las bambalinas de tanto cochupo falsacionista que se
atraganta en el cogote, formando un nudo que deja que sin habla incluso a la
garganta más profunda de los nuevos tiempos.